jueves, 24 de marzo de 2016

ALFONSO VI. EL REY QUE FINANCIÓ UN PEDAZO DE CIELO EN LA TIERRA

En el año 910  Guillermo, duque de Aquitania, donó a unos monjes benedictinos la villa de Cluny , además de los extensos campos que la rodeaban. Aquellos monjes formaban un grupo reducido, pero su ánimo no era pequeño; más bien se trataba de una reunión de espíritus emprendedores, pues su intención era fundar un nuevo monasterio. Pero no un monasterio cualquiera, sino el más perfecto, aquel que limase hasta hacer desaparecer todos los defectos que aquejaban a la orden benedictina, al monacato y al fin, a la Iglesia.
Guillermo de Aquitania mostró buena disposición para colaborar en este proyecto desde el principio, de manera que cuando hizo la donación dejó por escrito que las tierras pertenecientes al futuro monasterio de Cluny no estarían sometidas a la jurisdicción y señorío de nadie. Con esto el monasterio de Cluny quedaba totalmente libre de la tutela de los señores feudales de los alrededores.En la misma línea la Carta de fundación de la abadía establece la libre elección del abad por parte de los monjes.
Todos estos escrúpulos eran consecuencia del deseo de aquellos monjes de alcanzar la perfección, la santidad en este mundo. Tenían pues, un objetivo ambicioso, y todas las medidas puestas en práctica para alcanzarlo les parecían pocas. Por esa  razón en la abadía de Cluny nunca cesaban los cantos en alabanza del Señor, cual si se tratase de los coros de ángeles que, sin interrupción, rodean al Altísimo y hacen vibrar la bóveda del cielo. Entrar en Cluny era como estar entre los ángeles.
Así lo entendieron la nobleza y el clero de aquella época, y también así lo acabó entendiendo el obispo de Roma, Cluny era el lugar más cercano al cielo que había en la Tierra; era un pedazo de cielo en la Tierra.
La fama del monasterio se extendió por doquier a gran velocidad y otras congregaciones de monjes se le unieron, pasando a convertirse en réplicas del original, adoptando en todos los detalles la regla de la abadía matriz.
No menor fue la admiración que despertó Cluny entre la gente común y los más pobres, pues los monjes a diario repartían pan a los necesitados en la puerta del monasterio, tras lo cual se arrodillaban ante todos los que recibían la limosna.
Pero sin duda, lo que otorgó a Cluny mayor poder sobre las conciencias de aquella época fue su independencia con respecto a los poderosos, ya que en la carta del duque Guillermo se había declarado a la abadía “libre del dominio de cualquier rey, obispo, conde o pariente de su fundador”.

Cluny en Europa.

La muestra más evidente del enorme éxito de la abadía es que su primera ampliación se hizo no demasiados años después de la fundación; los trabajos se iniciaron en 948 y la iglesia fue consagrada en 981.
Durante el siglo XI el prestigio de Cluny creció sin cesar y las donaciones de tierras, oro y plata lo hicieron en la misma proporción. El poder y la influencia de los abades aumentaba de forma imparable y numerosos miembros de las familias más ilustres de la cristiandad solicitaban su ingreso en la orden. La cima de este poder se alcanzó cuando los abades de Cluny sellaron una alianza con el papado y ambas instituciones comenzaron a difuminar la frontera que las separaba. A finales de este siglo Cluny tenía más de 1000 filiales distribuidas por todo el continente europeo.
Este crecimiento sin precedentes hizo necesarias otra serie de ampliaciones de la abadía que comenzaron en 1088 por iniciativa del abad Hugo, que a la sazón contaba con los recursos de las donaciones de varios reyes y nobles de aquellos tiempos.
Sin embargo, todas las donaciones eran pocas para un proyecto como el que había concebido Hugo, pues en él se incluía la construcción de una nueva iglesia abacial que tuviese unas proporciones muy superiores a todas las existentes hasta el momento, que fuese considerada la maior ecclesia (iglesia principal) de la cristiandad; dicho de otro modo, Hugo quería que la abadía de Cluny, en los campos de Borgoña, fuese el centro de la cristiandad, sin menoscabo de que en Roma residiese el papa, sucesor de San Pedro, vicario de Cristo.
La gran iglesia tendría un tamaño descomunal para aquella época y no se escatimaría en materiales, técnicos y mano de obra. Con planta de cruz latina y doble crucero, sus dimensiones eran de 187 m de longitud y una altura de 32 m en el crucero mayor; además poseía quince capillas radiales y cuatro campanarios mayores.








La maior ecclesia de Cluny.

              
    No cabe duda de que el abad Hugo necesitaba grandes cantidades de dinero para financiar tal proyecto arquitectónico, y no le faltaban colaboradores entre los hombres más poderosos y ricos de Europa. No obstante, el impulso económico definitivo fue posible por la voluntad de un rey hispano, un hombre que en principio había cosechado mala reputación por haberse visto involucrado en la muerte de su hermano mayor y por mostrar una actitud implacable con su desafortunado hermano menor. Este rey era Alfonso VI de León y Castilla.  

Alfonso VI de León y Castilla.



Esta mala reputación y su condición de rey periférico de la cristiandad ya habían sido remediadas en lo posible con el abandono de las primitivas formas visigóticas y la adopción del ritual romano en todos sus reinos. Aquellas medidas tomadas en 1080 agradaron sumamente al papa Gregorio y abrieron el camino a la diplomacia del rey que se hacía llamar “Emperador de Hispania”.
Si el abad Hugo tenía grandes proyectos, Alfonso tampoco le iba a la zaga. El título de emperador era una cosa muy seria en aquellos tiempos, pues hacía referencia inequívoca a la grandeza de Roma, y a la de la nueva Roma, es decir, Constantinopla. Arrogarse el poder imperial era reclamar el poder absoluto en una época en la que la autoridad real estaba muy disminuida. Además, el título de emperador era equivalente a protector y guía de toda la cristiandad.
Pero desde los tiempos de Constantino no había emperador que no hubiese tenido que contar con la Iglesia; y desde los tiempos de Carlomagno todos los emperadores habían sido coronados por el papa en Roma.
Para Alfonso, mantener buenas relaciones con la Iglesia de Roma era algo prioritario, pues sus ambiciones políticas no podían materializarse sin el apoyo del papa y de su más estrecho colaborador, el abad de Cluny.
Cierto era que cualquiera que se asomase a sus reinos vería algo muy distinto al Imperio Romano; huraños pastores, toscos campesinos y violentos guerreros que se refugiaban tras los muros erizados de almenas de los castillos, así era la mayoría de la gente que habitaba aquellas tierras. Aún así, tenía razones para sentirse un gran rey, pues tenía sometidos a todos los reinos musulmanes de la Península Ibérica, que en total suponían casi dos tercios del territorio, eran ricos y estaban repletos de poetas, músicos y artesanos de todos los oficios. No ocurría lo mismo con los navarros, aragoneses y catalanes, con los cuales mantuvo alianzas y desacuerdos alternativamente.
Por todas estas razones, y decidido a entrar de lleno en la órbita diplomática europea, comenzó a establecer vínculos a todos los niveles con Borgoña, casándose sucesivamente con tres princesas francesas, y a su vez, casando a sus dos hijas consendos nobles borgoñones.
Su afán era hacer política al otro lado de los Pirineos con la intención de buscar en aquellas tierras aliados y vasallos, y sobre todo, para que se reconociera que él era el rey más rico y poderoso de la cristiandad. Para conseguir esto encontró un medio eficaz e inequívoco, que fue implicarse en el proyecto religioso y arquitectónico más importante del occidente cristiano hasta aquel momento, es decir, financiar la construcción de la maior ecclesia de Cluny.
Y es que Alfonso VI era verdaderamente rico, probablemente el hombre más rico de la cristiandad, y por esa razón podía permitirse aportar grandes cantidades de recursos económicos para la construcción de aquel pedazo de cielo encajado en este mundo terrenal que era la gran iglesia de la orden monástica más poderosa de todos los tiempos. En total la cifra que el rey puso sobre el tapete ante el boquiabierto abad Hugo fue de 10.000 talentos de oro, una cantidad desmesurada.
Pero ¿de dónde sacaba Alfonso VI tal cantidad de dinero?¿no era un rey de campesinos y soldados sin más patrimonio que sus ovejas y su cosecha? ¿de dónde procedía tal cantidad  de oro?
En efecto Alfonso VI era rico en oro, que obtenía de una fuente que parecía ser inagotable. Esta fuente eran los pequeños reinos musulmanes de la Península Ibérica, los denominados reinos de taifas. Ricos desde su origen, la descomposición del Califato de Córdoba; ricos por sus industrias de seda, algodón, orfebrería, cerámica, cueros y metales; ricos por su agricultura, intensiva y muy productiva, ricos por sus finanzas, muy activas.
A estos reinos los extorsionaba continuamente Alfonso cobrándoles unos tributos anuales denominados parias. A cambio del pago del tributo Alfonso les proporcionaba seguridad; los enemigos no osarían devastar sus campos, y lo más importante, Alfonso no robaría sus cosechas y su ganado, no cautivaría a sus gentes, no incendiaría sus ciudades, no se llevaría su oro.
Las taifas de Toledo, Badajoz, Sevilla y otras pagaban a Alfonso estos tributos con tal de no ver sus campos arrasados y sus ciudades incendiadas, con tal de tener algo de seguridad, de no temer por las vidas de sus habitantes.


                                 Taifas a mediados del Siglo XI.

Para demostrar quién tenía el verdadero mando en 1082 el rey Alfonso encabezó una expedición que llegó hasta el extremo sur de la Península y entró en el mar con su caballo, acto simbólico con el cual afirmaba su soberanía sobre toda Hispania.
En aquellos años Alfonso VI ya había acumulado una gran cantidad de riquezas y continuaba extorsionando con ahínco a los débiles reinos de taifas. Tal era su afán recaudatorio que llegó a ocupar algunas fortalezas del sur de la Península y puso oficiales y guarniciones en ellas, todo ello para asegurar que los tributos llegasen regularmente a sus arcas.
Los reinos de taifas soportaban de mala gana el pago de estos tributos, sobre todo los artesanos, comerciantes y medianos propietarios agrícolas, sobre los que pesaba de manera más abrumadora la presión de las parias. Así fue creándose poco a poco un ambiente enrarecido, favorable a la formación de un partido antileonés en todas las ciudades musulmanas de la Península.
Los habitantes de Al-Andalus conocían bien este sistema de las parias porque habían sido sus antepasados los que lo habían inventado. En otros tiempos eran los califas cordobeses los que sangraban a los cristianos de los reinos del norte y a los propios cristianos que malvivían en las ciudades y campos de Al-Andalus. Ahora simplemente las tornas habían cambiado y los antaño expoliados se habían convertido en expoliadores.
El primer rey cristiano que impuso el cobro de las parias a las gentes de Al-Andalus fue Fernando I de León, padre de Alfonso VI. Sometió los reinos de Toledo, Sevilla, Zaragoza y Badajoz y les obligó a pagar el tributo. Alfonso no hizo otra cosa que imitar a su padre en este asunto y procuró mantener amedrentados a los reyes de las taifas con objeto de que pagasen sin retraso cuando se presentaba el oficial recaudador en sus alcázares. No obstante, Alfonso comenzó desde muy pronto a exigir más de lo que lo había hecho su padre, con lo cual el ambiente fue caldeándose y la gente de las taifas se convencieron de que la situación era insostenible.
En 1084 el partido antileonés de la ciudad de Toledo se sublevó contra el rey Al-Qádir, quien aterrado pidió ayuda a Alfonso para aplastar la revuelta y el rey leonés puso sitio a la ciudad. El 25 de mayo de 1085 Toledo se rindió y Alfonso VI considerando los antecedentes de la situación decidió anexionarse la ciudad. Para compensar a Al-Qádir le hizo rey de la taifa de Valencia.
En toda la cristiandad repicaron las campanas por la conquista de Toledo, antigua capital del reino visigodo y símbolo del sometimiento de la Península Ibérica al poder musulmán. En Cluny la noticia fue recibida con gran alegría, pues en aquel año las relaciones de Alfonso con Borgoña ya eran estrechas y el rey leonés comenzó a enviar ricas donaciones a la abadía. En 1085 el rey de León creía que había actuado correctamente en la crisis toledana. Era cierto que había tenido que forzar la situación y asediar una de las ciudades más grandes de la Península Ibérica, pero a cambio había logrado grandísima gloria al conquistar aquel símbolo de la realeza hispana que era Toledo. Además estaba convencido de que los toledanos, ya fuesen musulmanes, judíos o cristianos no iban a permitir que Al-Qádir volviera al trono del reino, y que una parte importante de la población estaba a favor de la anexión.
Sin embargo hubo alguien que no vio así las cosas. Este fue Al-mutamid, rey de la taifa de Sevilla, el más poderoso de los monarcas musulmanes de aquel tiempo. Al-Mutamid, que pagaba las parias de mala gana, interpretó la conducta de Alfonso VI como un cambio de estrategia; pensó que el rey de León había decidido conquistar Córdoba, capital del antiguo califato, en consonancia con sus deseos de declararse señor indiscutible de Hispania. La consecuencia lógica de esto es que a la postre Sevilla también sería conquistada y Al-Mutamid perdería su reino.

Reino de Sevilla durante la época de Al-Mutamid.

Que Alfonso tuviera previsto conquistar Córdoba era bastante probable, pero que tuviese intención de hacer lo mismo con Sevilla ya no lo era tanto. En principio porque le interesaba más cobrar las parias que un reino tan rico le pagaba desde hacía mucho tiempo, pero también porque carecía de recursos humanos para mantener en su poder un reino tan extenso y poblado en el que habitaban pocos cristianos en relación al número de ellos que residían en la ciudad de Toledo. Mantener sometida a una población tan numerosa y mayoritaria de musulmanes parecía difícil en unos tiempos en los que los estados tenían escasos instrumentos de control. Más bien lo que Alfonso contemplaba era debilitar al reino de Al-Mutamid troceándolo, ya que en los últimos años había experimentado una gran expansión a costa de otras pequeñas taifas.
En 1086 Al-Mutamid creía que había llegado el momento de dejar de pagar las parias y devolver a los cristianos al otro lado del Sistema Central, pero como sabía que la empresa no era fácil hizo una solicitud formal para que los almorávides entraran en la  Península Ibérica, y estos aceptaron la invitación.
Los almorávides, nombre que significa “unidos para la guerra santa” eran una secta islámica que tenía su origen entre las tribus de tuaregs del Sahara occidental; allí el faqih Ibn Yasin había predicado una versión simple, ascética y militante del Islam y en unas décadas los almorávides habían creado un estado teocrático que abarcaba todo el Sahara occidental, el norte de Senegal, oeste de Argelia y Marruecos. 


             Imperio Almorávide

Ese mismo año de 1086 el emir Yusuf Ibn Tasufin cruzó el estrecho de Gibraltar y desembarcó en Algeciras acompañado del temible ejército almorávide. Poco después se reunieron con las tropas de los reinos de taifas y se dirigieron a Extremadura, donde el día 23 de octubre de 1086 derrotaron en la batalla de Sagrajas al ejército de Alfonso VI.
La batalla fue durísima y ambos bandos sufrieron numerosas bajas. Al-Mutamid y sus guerreros andalusíes aguantaron con valentía la arrolladora carga de la caballería pesada de Alfonso, cuando al principio del encuentro la suerte parecía favorecer a los cristianos, pero después Ibn Tasufin con la infantería almorávide flanqueó a las tropas leonesas y estos, viendo en peligro su retaguardia comenzaron a retirarse. Alfonso VI y sus aliados de Aragón corrieron a refugiarse en Toledo mientras los musulmanes reconquistaban las plazas de los alrededores que hacía poco habían sido ocupadas por el rey de León. Sin embargo Toledo quedó en manos de Alfonso, pues era una ciudad grande y allí se hizo fuerte. Se aproximaba el invierno y las maniobras militares cesaron, Yusuf Ibn Tasufin pensó que había terminado con su tarea al poner en fuga a los cristianos y recibió la triste noticia de la muerte de su hijo y heredero en África, por lo cual regresó por donde había venido.
Las consecuencias de la batalla de Sagrajas fueron desastrosas para Alfonso porque perdió el cobro de las parias y dejó de ostentar la hegemonía en la Península Ibérica; pero la suerte no le dio totalmente la espalda, pues conservó la importantísima ciudad de Toledo y poco después, en 1087, fue elegido papa el prior de Cluny, Odón de Chatillón, que tomó el nombre de Urbano II. Este nombramiento significó un impulso para la política europea de Alfonso VI. Había sufrido un fuerte golpe en Sagrajas pero los almorávides habían regresado a África y ahora, además de mantener excelentes relaciones con Hugo, abad de Cluny, el papa pertenecía también a esa misma orden monástica.
Le faltó tiempo a Urbano II para predicar una cruzada contra los musulmanes de Hispania, y por extensión contra los almorávides. A la llamada acuden muchos caballeros francos, entre ellos destacados nobles de Borgoña como Raimundo de Borgoña y Enrique de Borgoña que contraerán matrimonio con dos hijas de Alfonso, Urraca y Teresa. 
En este momento es cuando Alfonso VI decide verdaderamente cambiar de estrategia orientando la cruzada hacia la zona del levante. Repuesto de la derrota de Sagrajas, y con el apoyo papal, toma el castillo de Aledo, en Murcia, desde donde acosa a las Taifas andalusíes con renovado empeño. 
Al-Mutamid y los otros reyes de taifas sintieron miedo con estas novedades, pues sabían bien que Alfonso buscaba ahora la venganza y no pararía hasta destronarlos. Por esa razón el rey de Sevilla llamó de nuevo a Yufuf Ibn Tasufin para que le acompañase en una campaña contra los cristianos. Tasufín ya había empezado a hacerse un concepto muy negativo de los reyes de Al-Andalus, los consideraba poco piadosos y nada cumplidores con los preceptos del Islam; aún así acudió.
En 1088 Ibn Tasufin cruzó de nuevo el estrecho con su ejército de almorávides y en unión de los reyes de taifas se dirigió a la fortaleza de Aledo, bastión fronterizo de Alfonso desde donde amenazaba a los andalusíes. El asedio del castillo de Aledo fue largo y frustrante para los ejércitos musulmanes porque los cristianos no se rendían y combatían ala desesperada. De Murcia vinieron técnicos en poliorcética que construyeron máquinas e ingenios de asalto, pero todo fue inútil, los asediados resistían y la moral de los musulmanes decaía rápidamente dando lugar a disputas entre ellos. Lo que más daño hizo al bando asaltante fue la deserción de los reyes andalusíes que veían como se prolongaba la campaña sin resultados, mientras ellos estaban ausentes de sus dominios. En esas circunstancias Alfonso VI se presentó ante el castillo con un poderoso ejército y los almorávides viéndolo todo perdido se retiraron.
En 1089 daba la impresión de que Alfonso VI se iba a recuperar totalmente de los reveses sufridos y que en breve acabaría con la insolencia de Al-Mutamid. Tampoco le iba mal al otro lado de los Pirineos, sus relaciones con Borgoña eran inmejorables, muchos caballeros de aquellas tierras se habían desplazado a la Península Ibérica y le habían jurado fidelidad, el abad de Cluny y el papa le habían puesto como ejemplo de rey cristiano y animaban a cuantos quisieran hacer méritos ante Dios para que se uniesen a la cruzada del rey leonés.
En Europa se estaban produciendo cambios importantes y todos eran conscientes de ello; después de un período difícil y violento el nuevo papa Urbano II aparecía claramente como el líder indiscutible de toda la cristiandad y la orden de Cluny era el símbolo del enorme poder y riqueza que había acumulado la Iglesia. El poder religioso parecía estar imponiéndose sobre el poder terrenal, los reyes se inclinaban ante el papa y buscaban la simpatía de Hugo, abad de Cluny, uno de los hombres más influyentes de su tiempo.
No solo Alfonso estaba pendiente de los asuntos de Borgoña y en especial de Cluny, sino que la cuestión hispana interesaba también a los monjes de la lejana abadía, pues en 1086, uno de sus hermanos, Bernardo, había sido nombrado arzobispo de la recien conquistada ciudad de Toledo. Así estaban las cosas cuando el rey de León decidió hacer una donación extraordinaria como contribución a la mayor ecclesia de Cluny. Se trataba de algo nunca visto en aquellos tiempos y era un alarde de riqueza y liberalidad increíbles. La suma que Alfonso VI quería aportar al proyecto arquitectónico era de 10.000 talentos de oro, una cantidad tan desmesurada que en 1090 el propio abad Hugo viajó hasta Burgos para negociar la entrega.  El rey de León iba a contribuir a la construcción del lugar más santo de la Tierra, un trozo del reino de los cielos en este mundo.
Sin embargo ese mismo año de 1090 las cosas se torcieron de forma irremediable cuando Yusuf Ibn Tasufin desembarcó por tercera vez en la Península Ibérica dispuesto a destituir a todos los reyes de taifas y anexionarse todo el territorio de Al-Andalus. El emir almorávide pensaba que las taifas eran incapaces de defenderse a sí mismas, debido a su corrupción, su abandono de la recta religión y su falta de ánimo combativo. Creía que la pérdida de los territorios de Al-Andalus en manos de los cristianos era cuestión de poco tiempo y que su deber como buen musulmán era preservarlos en la verdadera fe.
Al-Mutamid fue destronado y enviado al exilio y los almorávides se hicieron dueños de todas las taifas. Con ello la suerte da un cambio definitivo para Alfonso VI ya que se verá obligado a permanecer a la defensiva durante el resto de su reinado y sufrirá varias derrotas en múltiples enfrentamientos con los africanos; la más dolorosa, la de Uclés, en el año 1108, durísima batalla en la que murió Sancho Alfonsez, hijo de Alfonso VI y heredero de las coronas de León y Castilla. A principios del verano del año siguiente moría el rey Alfonso, cansado de guerrear, con el reino amenazado por un enemigo implacable y sin un descendiente masculino al que entregar la corona. 
Aún así, el balance de su reinado no fue totalmente negativo. Es cierto que los almorávides sometieron a los reinos cristianos de la Península Ibérica a una época de violencia y lucha frenética que no se recordaba desde los tiempos de Al-Mansur, pero a cambio la Reconquista se orientó hacia levante, donde en el siglo venidero se pondrían las bases para la definitiva conquista del valle del Guadalquivir; por otra parte, Al-Andalus entraría con la invasión africana en una fase de inevitable decadencia cultural marcada por la imposición del fanatismo religioso. Además, la política europea de Alfonso VI no cayó en saco roto, sino que supuso la introducción de las tierras hispánicas en el escenario central de la cristiandad, del que habían estado aisladas, como zona periférica, durante  más de tres siglos. En 1095 el obispo de Compostela viajó hasta Cluny para consagrar la capilla dedicada a Santiago, con lo cual se establecía un vínculo entre el santuario del patrón de España y el mayor templo del mundo cristiano.