martes, 8 de julio de 2014

COMENTARIOS SOBRE ESPAÑA. III



En Alarcos se derrumbaron los planes de Alfonso VIII de Castilla. En esta breve frase quedan resumidos años de grandes esfuerzos y esperanzas que quedaron defraudadas el 19 de Julio de 1195. Durante los primeros años de su reinado, Alfonso VIII empeñó todas sus energías en someter a la nobleza castellana y ajustar cuentas con Sancho VII el Fuerte, rey de Navarra, y con Alfonso IX de León. Una vez afirmada su autoridad y recuperados los territorios que le habían sido arrebatados durante su minoría de edad, su objetivo era impedir que los almohades continuasen realizando campañas militares al Norte de los Montes de Toledo. Para conseguir esto último era imprescindible conquistar el valle del Guadiana, y por esta razón emprendió duras campañas militares, gracias a las cuales arrebató a los almohades extensos territorios de la margen derecha del mencionado río. Para tener firmemente sujetos estos territorios, procedió a repoblarlos, asegurando esta tarea con una serie de fortalezas que impedirían a los musulmanes realizar incursiones al Norte de la corriente del Guadiana. En cumplimiento de estos proyectos, comenzó Alfonso VIII a construir la fortaleza de Alarcos; pero aún no estaban levantados por entero sus muros, ni asentados sus pobladores cuando Abu Yusuf Ya´qub al-Mansur, califa almohade, cayó sobre Alarcos, infligiendo una terrible derrota a los castellanos y destruyendo la fortaleza.
Alfonso VIII no se hundió en el desánimo, y desde aquel año de 1195 se dedicó a preparar la revancha. Para ello contó con la inestimable ayuda de Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo. Fue éste último un hombre de sólida formación intelectual, políglota e historiador, entre cuyas obras destaca la Chronica Hispaniae, donde hace un relato de los preparativos y el enfrentamiento bélico de Las Navas de Tolosa. El arzobispo de Toledo conllevaba el cargo de Canciller de Castilla, y así, aquel hombre firmemente comprometido con la Reconquista, realizó durante años una intensa labor diplomática en busca de apoyos para la guerra contra los almohades. Entre las tareas más importantes a que contribuyó, destaca la de obtener del papa Inocencio III la declaración de cruzada para la lucha contra los almohades. Él mismo predicó esta cruzada por Europa, viajando por Francia, Bélgica, Italia y Alemania. En el Sur de Francia esta labor encontró eco y, Arnaldo, arzobispo de Narbona se unió con entusiasmo a la empresa. También la orden del Cister predicó esta cruzada hispánica en las tierras al Norte de los Pirineos.
Otro hombre de gran valor que tuvo Alfonso VIII para llevar a cabo esta empresa fue Diego López de Haro, señor de Vizcaya, Alférez del Reino de Castilla, que ya estuvo en la batalla de Alarcos y que tenía sobradamente demostrada su pericia militar y su fidelidad al rey. Él fue la punta de lanza del ejército cristiano en la batalla de Las Navas de Tolosa, y quién tuvo que soportar la parte más dura del combate.
El tercer gran colaborador de Alfonso VIII en la guerra contra los almohades fue Pedro II de Aragón, gran amigo del rey de Castilla. Cuando, al principio de su reinado, Alfonso VIII se enfrentó con Sancho VII, rey de Navarra, con el objetivo de recuperar los territorios que Sancho VI el Sabio, padre de aquel, le había arrebatado aprovechándose de su niñez, cuando tuvo que enfrentarse con Alfonso IX de León, el rey aragonés siempre estuvo a su lado, en una alianza que solo se rompió en 1213, cuando Pedro II murió en el sitio de Muret. Fue aquella, pues, una fidelidad mutua de toda la vida, que quedó patente en varios acuerdos entre ambos monarcas, gracias a los cuales el reino de Navarra fue cogido entre una férrea tenaza que acabó obligando al rey Sancho VII a entregar a Alfonso VIII La Rioja y la costa vascongada.
Desde finales del Siglo XII, Alfonso VIII lanzó una serie de campañas militares cuyo objetivo era reconquistar el valle del Guadiana, perdido tras la derrota de Alarcos. Para ello se apoyó en la capacidad combativa de las órdenes militares de Santiago y Calatrava, a las cuales hizo grandes concesiones y beneficios, porque llevaban casi todo el peso de la guerra en aquella difícil frontera. No obstante, los conflictos con Navarra y León inclinaron a Alfonso VIII a pactar unas treguas con los almohades para no tener que luchar en varios frentes a la vez. Dichas treguas eran muy inestables y había que recomponerlas a menudo; en 1198 la orden de Calatrava conquistó el castillo de Salvatierra, sitio de gran importancia estratégica, pues junto a él pasaba un abierto camino que comunicaba el valle del Guadiana con los pasos de Sierra Morena. En 1209 las treguas quedaron definitivamente rotas, cuando Alfonso VIII y Pedro II, aliados una vez más, atacaron Ademuz y Castelfabit, dos fortalezas situadas en el extremo Norte de la frontera almohade.
Por aquellas fechas el Imperio Almohade estaba regido por el califa Abu Abd Allah Muhammad Ibn Ya´qub, de sobrenombre al-Nasir, hijo de Abu Yusuf Ya´qub, el que destruyó el castillo de Alarcos. Se trataba de un hombre de carácter templado y prudente que, no obstante, informado de la audacia de los ataques cristianos, tomó la determinación de hacerles frente de forma contundente; empeñado en esto, puso en movimiento su flota y comenzó los preparativos para reunir un gran ejército en la ciudad de Marraquech, con el objetivo de cruzar el Estrecho y hacer la guerra en al-Ándalus. A su llamada acudieron todas las tribus de la cordillera del Atlas y de todo el Norte de África hasta Túnez.
En Mayo de 1211 al-Nasir cruzó el Estrecho de Gibraltar con un enorme ejército y se detuvo en Tarifa, adonde acudieron los caídes y alfaquíes de al-Ándalus para darle muestra de fidelidad; después se dirigió a Sevilla, donde se instaló, dispuesto a dirigir la guerra desde aquella ciudad. En Junio de ese mismo año se dirigió hacia el Norte, atravesó el puerto del Muradal y en Septiembre conquistó el castillo de Salvatierra, cercano a la actual población de Calzada de Calatrava, que en aquel momento estaba en manos de la orden militar del mismo nombre. Terminada esta campaña se retiró a Sevilla, confiado en que la frontera estaba más segura a partir de ese momento. Con este comportamiento al-Nasir demostró que sus intenciones se reducían a mantener la frontera en los Montes de Toledo e impedir que los castellanos bajaran hasta el Guadiana. Como hemos dicho, se trataba de un hombre prudente, que no pensaba en hacer una campaña en el valle del Tajo, ni mucho menos conquistar Toledo.
Pero Alfonso VIII tenía en mente la revancha de Alarcos, y la idea de que Castilla e Hispania entera no estarían seguras si no se derrotaba a los almohades de forma definitiva y se les devolvía al otro lado del Estrecho. En 1211, con la colaboración de Rodrigo Jiménez de Rada desarrolló una actividad diplomática sin precedentes. El arzobispo de Toledo hizo valer su influencia para que el papa Inocencio III enviase misivas a todos los reyes y príncipes de Hispania y Europa, instándoles a participar en la cruzada contra el Califato Almohade. Pedro II de Aragón, aliado y amigo de Alfonso VIII de Castilla no tardó en comprometerse con la empresa. Por el contrario, Alfonso IX de León alegó que solo iría a la guerra si el rey castellano le devolvía las plazas que le había arrebatado contra todo derecho; sin embargo permitió que aquellos caballeros leoneses que lo deseasen, pudieran acudir voluntariamente a la cruzada; esto último lo hizo para evitar desavenencias con el papa.
Tampoco Sancho VII de Navarra aceptó en un principio participar en la cruzada, porque, según él, Alfonso VIII era su enemigo, mientras que mantenía buenas relaciones con los almohades. En el último momento cambió de opinión y a finales de Junio de 1212 se dirigió al encuentro de los cruzados. Es posible que este cambio se debiera a las exhortaciones de Arnaldo, arzobispo de Narbona, que al cruzar los Pirineos camino de Toledo, se desvió hacia Navarra para entrevistarse con el rey Sancho y convencerle de que no podía estar ausente en aquella ocasión. En cualquier caso, no podemos estar seguros de la causa de aquel cambio de opinión. Por otra parte, el rey de Navarra acudió a la cita acompañado de un minúsculo ejército, compuesto por tan solo doscientos hombres; aunque es justo decir que todos ellos eran nobles caballeros, educados desde niños en el oficio de la guerra, al que se habían dedicado toda su vida. Además, iban magníficamente armados, formando una caballería pesada de gran eficacia en combate.
Las órdenes militares del Temple, San Juan, Santiago y Calatrava acudieron con entusiasmo a la cita de Toledo. Santiago y Calatrava ya llevaban muchos años luchando en la frontera Sur de Castilla y poseían una caballería excelente y con gran experiencia en combate con los musulmanes. Además, aquellos caballeros de las órdenes militares vivían la cruzada como un acto de fe y su valor en combate era extraordinario.
De Portugal también acudieron algunos voluntarios deseosos de participar en la cruzada, la mayoría de ellos, si no todos, caballeros.
El grupo más numeroso de voluntarios cruzados procedía del Sur de Francia; desde que cruzaron los Pirineos se les conoció con el nombre de transmontanos. Entre ellos se encontraban varios obispos, destacando el de Narbona, al que nos hemos referido anteriormente. Muchos eran caballeros, pero había gente de toda condición, unidos por el espíritu de cruzada y deseosos de matar infieles. Cuando llegaron a Toledo cometieron algunos abusos y crímenes contra los judíos de la ciudad, sin comprender que la convivencia de los distintos credos en aquella ciudad aún no se había roto. Junto a la gente del Sur de Francia llegaron otros procedentes de varias naciones de Europa, pero en número significativamente menor.
Según Rodrigo Jiménez de Rada, el ejército cristiano salió de Toledo el 20 de Junio de 1212 y se dirigió hacia el Sur. Llegados el 23 de Junio a la fortaleza de Malagón, en poder de los almohades, y la asaltaron con tal ímpetu que la noche del 24 cayó en sus manos, y a la mañana siguiente fueron ajusticiados todos sus defensores. Este acto de crueldad estuvo forzado por la exigencia de los transmontanos que interpretaron aquella guerra desde un primer momento como un exterminio.
El 27 de Junio de 1212 llegaron los cruzados al castillo de Calatrava, custodiado por hábiles militares almohades. Como el asalto parecía difícil hubo partidarios de tomarlo por asedio, a lo cual respondieron otros muchos que permanecer allí mucho tiempo era perjudicial, pues el ejército se agotaría y caería la moral. Finalmente, se optó por probar el asalto, y el día 29 de Junio se produjo el ataque. Al día siguiente, 30 de Junio, los defensores solicitaron conversaciones e inmediatamente después se rindieron. La fortaleza volvió a manos de la orden de Calatrava y Alfonso VIII permitió que los vencidos fuesen tratados de forma humanitaria y pudieran salir de Calatrava sin recibir daño. Esto último hizo montar en cólera a los transmontanos, que aducían que ellos habían venido a luchar contra los infieles, no a pactar con ellos. Acto seguido, el grueso de los transmontanos tomó el camino de regreso, abandonando la empresa. Aquello supuso la pérdida de varios miles de combatientes, lo que redujo considerablemente el ejército cristiano. Solo permanecieron junto a Alfonso VIII el arzobispo de Narbona y un grupo de caballeros del Languedoc. Según las últimas estimaciones, el ejército cristiano que combatió en las Navas de Tolosa debió estar compuesto por 12.000 hombres como mucho, cifra muy alejada del número de combatientes del que hablan las crónicas cristianas.
El día 4 de Julio Alfonso VIII abandonó Calatrava y se dirigió a Alarcos; en los dos días siguientes fueron conquistados los castillos de Piedrabuena, Benavente, Alarcos y Caracuel. En este momento es cuando se incorpora a la cruzada Sancho VII, rey de Navarra, con sus doscientos caballeros.
El 9 de Julio el ejército cristiano desfiló frente al castillo de Salvatierra, en poder de los almohades desde hacía casi un año. Pasaron de largo y no lo asaltaron ni le pusieron sitio, probablemente por considerar aquella fortaleza demasiado difícil de conquistar; actitud que no parece descabellada, teniendo en cuenta el tiempo y los trabajos que invirtió al-Nasir en tomarla meses antes. De esta manera, aquella fortaleza estuvo pasando de unas manos a otras durante décadas, pero siempre como premio que se alcanza tras duros esfuerzos.
La ruta que habían seguido desde su salida de Toledo es la que se conoce con el nombre de Real Cañada de las Merinas. Las etapas de la marcha y el aprovisionamiento estuvieron organizados por Rodrigo Jiménez de Rada, auténtico estratega de esta campaña, una de las más complejas que hicieran los cristianos durante la Edad Media.
El día 11 de Julio de 1212 el alférez del rey de Castilla, Diego López de Haro, que mandaba la vanguardia envió por delante a su hijo López Díaz, a Sancho Fernández y a Martín de la Finojosa, sobrino del arzobispo de Toledo, para que ocupasen las alturas del puerto del Muradal antes de que lo hiciesen los almohades. El 12 de Julio los exploradores cristianos avistaron a la vanguardia almohade que intentaba tomar los puertos de montaña para impedir el paso a los cruzados.
El 13 de Julio de 1212 los tres reyes cristianos subieron a los puertos y tomaron el castillo del Ferral, que fue abandonado por sus defensores cuando avistaron al enemigo.
Según cuenta Rodrigo Jiménez de Rada en su crónica, el califa Miramamolín, que es así como llamaban los cristianos a al-Nasir, se encontraba en Baeza, y conociendo la llegada de los cristianos, envió a su gente para que cortasen el paso a los cristianos en un punto estrecho del puerto de montaña:

donde hay una roca casi inaccesible y un torrente de agua, y para que si los cristianos no se habían apoderado de la cima de la montaña, se apostaran en la cornisa del monte para impedir la subida del ejército cristiano, según confesaron después los que fueron apresados en la batalla”.

Aquel camino, conocido como Paso de la Losa era fácil de defender y el ejército cristiano se vio incapaz de proseguir su marcha a través de Sierra Morena. Sin embargo, según las crónicas, un pastor indicó a los cruzados una ruta alternativa que les permitió sortear el paso y acampar el día 14 de Julio en los cerros de las laderas de la sierra.
Los tres reyes acamparon en una meseta llamada Mesa del Rey, mientras que al-Nasir acampó frente a ellos, en dos cerros, el más cercano a los cruzados conocido como de Los Olivares, y junto a éste y de más altura el de Las Viñas. Ambos ejércitos quedaban separados por una zona suavemente hundida.
Como hemos dicho anteriormente, el ejército cristiano, tras la deserción de los ultramontanos, estaba compuesto por unos 12.000 hombres, mientras que el ejército almohade posiblemente sobrepasaba los 20.000; existía, por tanto, un desequilibrio de fuerzas evidente. No obstante, hay que tener en cuenta que los andalusíes que formaban en las filas de al-Nasir estaban poco motivados para el combate; en realidad, habían acudido forzados a la batalla. Los andalusíes detestaban a los almohades, a los cuales consideraban extranjeros invasores.
El Domingo 15 de Julio de 1212 Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, ante todos reunidos, lanzó una arenga, dando ánimo a los soldados y prometiendo indulgencias para los que se comportasen valientemente en la batalla.
Al día siguiente, Lunes 16 de Julio de 1212, al amanecer, se confesaron los cruzados y formaron para la batalla campal. Lo hicieron en tres cuerpos de ejército; El Rey de Aragón mandó el ala izquierda, que se desplegó, a su vez, en tres líneas, sucesivas: García Romero dirigió la vanguardia y Jimeno Coronel, junto con Aznar Pardo se hicieron cargo del centro, mientras que el propio Rey dirigía la zaga. Según la crónica de Jiménez de Rada, estas fuerzas fueron reforzadas por algunas milicias de las ciudades de Castilla.
El cuerpo central del ejército cristiano lo mandaba Alfonso VIII, con D. Diego López
de Haro, en la vanguardia. El conde Gonzalo Núñez con los frailes del Temple, del Hospital, de Uclés (Santiago) y de Calatrava formaban la segunda línea, cuyo flanco era protegido por Rodrigo Díaz de los Cameros, con su hermano, Álvaro Díaz, y Juan González. La zaga estaba al mando del Rey castellano, rodeado por el Arzobispo de Toledo y los demás obispos, así como por los barones, Gonzalo Ruiz y sus hermanos, Rodrigo Pérez de Villalobos, Suero Téllez y Fernando García.
El tercer cuerpo de ejército situado en el ala derecha, estaba al mando del Rey Sancho el Fuerte de Navarra, reforzado por las milicias de Segovia, Ávila y Medina.
La vanguardia almohade estaba formada por beréberes de las tribus del Atlas y gente de Marrakech. Detrás de ellos formaban los andalusíes a pie y a caballo. Cerrando esta formación estaban los caballos y los infantes almohades, muchos de ellos soldados de fortuna. Al fondo formaban varias líneas de honderos y arqueros. En las alas se encontraban sendas unidades de caballería ligera, algunos de ellos turcos, que sabían disparar el arco mientras cabalgaban.
En la zaga almohade, situada en el cerro de Las Viñas, al-Nasir había plantado su tienda, grande y lujosa. Para protegerla había colocado alrededor un vallado sujeto con cadenas y había apostado a su guardia, compuesta por guerreros subsaharianos de raza negra, armados con picas.


Alfonso VIII tomó la iniciativa y dio orden a Diego López de Haro, alférez del rey, para que avanzase la vanguardia. Ésta estaba compuesta en su mayor parte por gente de a pie armada a la ligera, vasallos y milicias concejiles de Castilla.
Las dos vanguardias trabaron combate en la pendiente que subía al cerro de Los Olivares; a pesar de encontrarse los cristianos en peor posición, pues iban cuesta arriba, desbarataron rápidamente a los beréberes de de la vanguardia de al-Nasir, que en su mayoría eran campesinos de la cordillera del Atlas deficientemente armados. Los beréberes se vieron flanqueados por la caballería costanera de los cristianos y fueron muertos allí mismo casi todos ellos.
La vanguardia de López de Haro, ya en lo alto del cerro de Los Olivares, hubo de enfrentarse con el grueso del ejército almohade, compuesto por jinetes y milicias andalusíes y gran cantidad de mercenarios y voluntarios africanos llamados a la guerra santa. Allí se trabó un feroz combate, tras el cual la vanguardia cristiana comenzó a ceder y muchos corrieron cuesta abajo. Viendo aquello el rey Alfonso VIII, dio la orden a la segunda línea de cruzados para que fuese en ayuda de la maltrecha vanguardia. En esta segunda línea formaban muchísimos caballeros de la pequeña nobleza concejil y otros muchos villanos que combatían a pie. Sin embargo, los soldados de elite de esta línea eran los caballeros de las órdenes militares, a caballo la mayoría y con armadura completa; eran gente muy entrenada en el uso de las armas y una altísima moral de combate.
El choque entre ambos cuerpos de ejército debió ser atronador, y es sabido que ambos se portaron valientemente, mientras el cielo se oscurecía por la nube de flechas que disparaban los arqueros almohades.
En este momento picó espuelas la caballería costanera almohade, compuesta de experimentados jinetes del Norte de áfrica y jinetes turcos armados con arcos y hábiles conocedores de la táctica de torna y fuga. Los caballeros de las órdenes militares encajaron bien los golpes que recibían en varios flancos, pero las milicias concejiles, sufriendo muchas bajas, retrocedieron ante el entusiasmo de los almohades.
Ocurrió entonces lo que suele cuando quién todavía no ha ganado, cree que ya lo ha hecho. Los almohades se desparramaron por la cuesta del cerro de Los Olivares, rompiendo la formación, en persecución de los que creían ya vencidos.
Viendo aquello, el rey Alfonso VIII le dijo delante de todos al arzobispo de Toledo:

¡Arzobispo, muramos, aquí yo y vos!”

A lo que Jiménez de Rada le respondió:

¡De ningún modo; antes bien, aquí os impondréis a los enemigos!”

Entonces, Fernando García, hombre fiel al rey y de gran experiencia en la guerra aconsejó a Alfonso que aún no se lanzase al combate con toda la zaga y esperase a que la caballería almohade estuviese todavía más dispersa. Así lo hizo el rey en aquel momento de gran tensión y esperó la ocasión oportuna, tras de lo cual se dirigió de nuevo al arzobispo:

¡Arzobispo muramos aquí. Pues no es deshonra una muerte en tales circunstancias!”

Y de nuevo Jiménez de Rada le respondió:

¡Si es voluntad de Dios, nos aguarda la corona de la victoria, y no la suerte; pero si la voluntad de Dios no fuera así, todos estamos dispuestos a morir junto a Vos!”

Cruzadas estas palabras el rey dio orden a toda la zaga para que arremetiese contra los almohades; entre todos ellos destacaba Jiménez de Rada, lanzándose a la carga junto a Alfonso.
La zaga cristiana estaba compuesta por caballería pesada en su totalidad; reyes, nobles y caballeros diestros todos en el manejo de grandes caballos acorazados y cubiertos ellos mismos de acero de pies a cabeza.
El impacto debió ser brutal, porque la caballería almohade, descompuesta, volvió grupas y dejó indefensa a la infantería que ya sufría muchas bajas. Aprovechando el momento, los caballeros de las órdenes militares volvieron a subir al cerro de Los Olivares, donde una masa humana, sin espacio para moverse y presa del pánico se agitaba sin encontrar vía de escape. Cruel matanza sufrieron los arqueros almohades, que carecían de escudos y armaduras.
Los cruzados comenzaron entonces a subir la ladera del cerro de Las Viñas, cuya cima estaba repleta de gente que venía huyendo perseguida por la caballería enemiga. En lo alto de aquel cerro tuvieron lugar feroces combates, pues todos luchaban a la desesperada. La última línea defensiva la componían la estacada con cadenas y los soldados de la guardia subsahariana, dispuestos a morir hasta el último.
Verdaderamente así ocurrió, y aquella colina quedó cubierta de cadáveres, de tal manera que no se podía andar por allí. Sancho VII, rey de Navarra, hombre de gran altura y corpulencia, se hizo famoso al ser el primero en romper la línea de las cadenas, motivo por el cual alguno ha interpretado que esta es la causa de que en el escudo de Navarra figuren unas cadenas. Sin embargo, parece ser que no es así y que las cadenas fueron puestas en el escudo en época muy posterior y por otros motivos.
Al-Nasir huyó a Jaén junto a otros muchos almohades, tras de lo cual embarcó de nuevo rumbo a África, adonde murió el 25 de Diciembre de 1213 en Marraquech.
El rey Pedro II de Aragón murió ese mismo año de 1213 y Alfonso VIII poco después, el 6 de Octubre de 1214.
La batalla de las Navas de Tolosa tiene una enorme importancia en la Historia de España. Su primera consecuencia fue que supuso el comienzo del fin del Islam en la Península Ibérica. Además, acabó con el intervencionismo africano en la Península que comenzó en 711 con la invasión de Tarik; todavía hubo un último intento de invasión norteafricana por parte de los benimerines, pero acabó en fracaso.
Es la primera batalla de gran importancia en la que el pueblo llano toma un papel principal, como hemos podido comprobar con la participación de las milicias concejiles formando compañías de caballería e infantería. Durante la minoría de edad de Alfonso VIII, estos concejos de Castilla tomaron parte a favor del rey, lo protegieron y lo defendieron de las ambiciones de la alta nobleza.
Las Navas de Tolosa se convirtieron en un símbolo capaz de trazar un objetivo que uniese a todos los habitantes de la Península. Sé que a muchos no agradará esta idea, pero las cosas son objetivamente como son, no como nos gustaría que fueran. El concepto de España, tan buscado una y otra vez por los intelectuales del 98 y por Ortega y Gasset, es un concepto que se labra en la oposición al proyecto político y cultural de Al-Ándalus. Aquel Estado fracasó en 1031; tan solo unas décadas después un rey de León y Castilla, Alfonso VI, reclamaba el señorío de toda la Península. El fracaso del Estado Omeya fue absoluto y los reinos de taifas siempre fueron residuos de algo que había desaparecido. Aunque los norteafricanos intervinieron una y otra vez en la Península, siempre aparecieron a los ojos de los hispanos como meros invasores. Aquí hunde sus raíces la Historia de España.