martes, 4 de febrero de 2014

CURSUS HONORUM. III

Ser patricio en Roma era algo realmente grande. Los patricios estaban orgullosos de sí mismos; pertenecer a los descendientes de los padres fundadores de Roma, descendientes de los que instituyeron la República, otorgaba un prestigio enorme. En cierto modo ser patricio era un privilegio, porque cubría al individuo con la fama de su nombre y de sus antepasados. En todo caso, era una ventaja a la hora de hacer campaña electoral, o cuando era necesario hablar en público en el Foro o la tribuna. Pero también suponía ciertas limitaciones, porque un patricio no podía rebajarse a ciertas cosas; había ciertas actividades y comportamientos que no estaban bien vistos en un patricio. Verdaderamente solo había dos actividades que le eran propias: la vida pública y la agricultura. ESto no quiere decir que los patricios no se dedicasen a otras actividades a través de agentes, clientes y libertos.
En el Siglo III a. C. los plebeyos habían conseguido todos los derechos políticos que antes eran privilegios de los patricios. Se había formado así un grupo social conocido como nobilitas u ordo senatorialis compuesto por el patriciado y un número creciente de familias plebeyas que habían amasado una gran fortuna. Esta clase de la nobilitas era la clase senatorial, porque sus miembros acaparaban todos los escaños del Senado. Para ser senador era imprescindible haber desempeñado una magistratura y por esa razón los miembros de la nobilitas dedicaban su esfuerzo y su dinero para conseguir que en las asambleas los ciudadanos los eligiesen.
Para las familias de la nobilitas, y sobre todo para los patricios, el no ser elegidos durante un tiempo prolongado para ocupar una magistratura era un deshonor y una pérdida de prestigio. Las familias echaban cuentas de sus recursos económicos, sus influencias y sus posibilidades para colocar a sus vástagos en los cargos públicos y empujarlos hacia arriba en el cursus honorum. Tener demasiados hijos varones para una familia con recursos limitados era un problema, porque no podían costear la carrera pública de todos ellos. Una solución a esto consistía en dar en adopción a alguno de los hijos varones a otra familia que, careciendo de descendencia o teniéndola escasa, sin embargo gozaba de amplios recursos económicos. En ese caso, solía colocarse el nombre de la familia original después del cognomen; como ejemplo Publio Cornelio Scipión Emiliano, hijo de Lucio Emilio Paulo Macedónico, que luego fue adoptado por Publio Cornelio Scipión, hijo del famoso Scipión que llevaba el cognomen de Africano.
La vida pública comenzaba para el joven de la nobilitas romana en el Campo de Marte. Allí se ejercitaba físicamente y comenzaba su instrucción militar junto a otros adolescentes; de esta manera establecía lazos de compañerismo con otros jóvenes de su grupo social. Otra de las primeras experiencias de la vida pública era pasear por el Foro y escuchar a los oradores, ver a los candidatos pasearse acompañados de una comitiva de clientes y partidarios o acercarse a los tribunales y asistir a la defensa de los acusados y  la sentencia del jurado.
A los 18 años el joven romano se convertía en un vir militaris y debía prestar servicio en las legiones; aquí comenzaba el primer escalón en el cursus honorum. Los comitia populi tributa tenían que elegir a veinticuatro tribunos militares que cumplían la función de oficiales de grado medio en el ejército; como eran cargos electos, se trataba de auténticos magistrados, es decir, eran cargos políticos y militares a la vez. Lo habitual es que los tribunos militares fuesen jóvenes pertenecientes a la nobilitas. Estos primeros servicios militares servían a los futuros hombres públicos como méritos ante los electores.
El siguiente paso era la cuestura. Los quaestores, que al principio eran instructores de las causas judiciales, acabaron siendo tesoreros del erario público y el erario del ejército. Su número fue aumentando durante la República y era el modo en que el hombre público daba sus primeros pasos en los asuntos administrativos y contables. Una buena cuestura significaba adquirir fama de honrado y buen gestor. Como se trataba de una magistratura sin imperium, no incluía mando militar ninguno, pero permitía establecer relaciones con los altos magistrados. Eran elegidos por los comitia populi tributa y desempeñaban el cargo por un año.
Los plebeyos tenían una opción de continuar su carrera pública que les estaba vedada a los patricios, podían presentar su candidatura a tribunos de la plebe. Como hemos dicho los patricios no podían ser tribunos de la plebe; además esta magistratura era elegida por la asamblea plebeya, el consilium plebis. Los tribunos de la plebe tenían el derecho de veto, y eso los convertía en magistrados poderosísimos, pues podían paralizar el Estado en cualquier momento. Por otra parte, eran inviolables, y agredirles o violentarlos constituía un sacrilegio. En muchas ocasiones fueron el motor de importantes reformas sociales y los abanderados de muchas causas populares; tanto poder podían ejercer que Publio Claudio Pulcro, perteneciente a una de las más ilustres familias patricias, renegó de su rango y, tras pedir permiso al Senado, consiguió ser adoptado por un plebeyo, para así poder presentar su candidatura a tribuno de la plebe.
Otra opción que se ofrecía a los plebeyos que ya habían sido cuestores era ser elegidos por el consilium plebis como ediles plebeyos, magistratura que exigía un menor desembolso por parte del titular, pero reservada a los poco ambiciosos o escasos de recursos.
La verdadera lucha por escalar puestos en el cursus honorum comenzaba cuando los jóvenes miembros de la nobilitas presentaban su candidatura a edil curul. Su función consistía en velar por el abastecimiento de alimentos, aguas, pesos, medidas y precios. Pero lo más gravoso de su competencia era organizar los juegos y fiestas públicas de Roma, que debían sufragar de su propio bolsillo. Esto último significaba una barrara infranqueable para aquellos que carecían de riqueza. Durante un tiempo los patricios establecieron en esta magistratura la frontera que les separaba de los plebeyos, pero al enriquecerse muchas familias de estos últimos, accedieron al cargo con facilidad; esto significó su entrada al Senado, pues los ediles curules pasaban a formar parte de esta cámara automáticamente. Los ediles curules eran una magistratura cum imperium, es decir, con mando militar.
Pero el paso decisivo en el cursus honorum era la pretura. Solo algunas familias, patricias o plebeyas, se podían permitir colocar a uno de sus miembros en esta magistratura. A los pretores se les elegía en los comitia centuriata, en los que los electores estaban divididos en clases según la renta. Las primeras clases, de mayor renta, sumaban la mayor parte de las centurias, y por esa razón decidían siempre el resultado de los comicios. Era, por tanto, una magistratura reservada casi exclusivamente para los patricios y los plebeyos muy ricos.
                               Denario donde se representa una silla curul y se lee el nombre de Sila.
   
Los pretores también usaban la silla curul, símbolo de los magistrados que poseían imperium. Tenían funciones judiciales y militares. Cuando cesaban en el cargo eran enviados a una provincia en función de gobernadores; durante este tiempo se resarcían de los gastos y las deudas que habían contraído en la pretura, por lo cual los abusos y la corrupción en el gobierno de las provincias era habitual. Si el mal gobierno suscitaba revueltas, cabía la posibilidad de que fuesen procesados, pero en general se veía normal que los magistrados salientes recuperasen lo invertido en el cargo que habían desempeñado.
La cima del cursus honorum era el consulado. Esta magistratura, de duración anual y colegiada, se la repartían un puñado de familias, patricias y plebeyas, muy ricas e influyentes. Lo más común era que se llegase a ella cumplidos los cuarenta y dos años, después de haber pasado por todo el cursus honorum. Para evitar que nadie pudiese repetir el cargo, era necesario que pasasen diez años para poder presentar la candidatura otra vez; esto suponía que quien lo hiciese tendría los cincuenta años cumplidos. A finales de la República esta norma se violó muchas veces; el primero en hacerlo fue Cayo Mario, plebeyo y de orígenes sin lustre, que ocupó el consulado durante cinco años consecutivos.
Los dos cónsules tenían funciones administrativas, legislativas, ejecutivas y militares. Sus poderes eran muy amplios y en cierto modo vinieron a sustituir a los reyes. Cuando un miembro de la nobilitas llegaba por fin al consulado, consideraba que había cumplido con el deber que le imponía el linaje al que pertenecía. No era fácil ser cónsul, aunque todos los años ocupaban el cargo dos personas; la competencia era terrible y a menudo las familias más importantes formaban partidos en torno a sí.  Tener muchos clientes era una de las claves del asunto, pues estos actuaban como agentes y propagandistas de su patrón; así que los candidatos pasaban una buena parte de la mañana recibiendo a sus clientes y atendiendo sus peticiones. Esto solo se lo podían permitir aquellos que gozaban de gran influencia; otorgar beneficios y mediar en favor de otros pueden hacerlo exclusivamente quienes poseen el control de ciertos resortes económicos, sociales y políticos.
El poder más importante de los cónsules era el militar. Tradicionalmente cada cónsul era comandante de dos legiones y tenía bajo sus órdenes doce tribunos militares. Era una magistratura colegiada para que cada cónsul contrarrestara a su colega. En el Senado los excónsules tenían una gran auctoritas y sus opiniones pesaban mucho a la hora de tomar decisiones. Como una de sus funciones era elaborar proyectos de ley que debían ser aprobados en las asambleas y refrendados después por el Senado, el consulado era objeto de la ambición de las familias ilustres.
La dictadura, aunque prevista por la ley, era una situación anómala en Roma. Solo cuando la urbe se hallaba en un grave peligro, el Senado nombraba un dictador por un período de seis meses. Ser elegido dictador no solo era cuestión de riqueza e influencia, había que demostrar una gran auctoritas y una enorme competencia en los ámbitos organizativo y militar. No obstante, el cargo era eminentemente político, pues requería una capacidad especial para diluir luchas partidistas y discordias entre las familias. La unidad hace la fuerza, este era el sentido de su existencia. Los grupos de intereses debían entonces dejar aparcadas sus estrategias políticas y someterse al dictador. 
De todas formas la figura del dictador inspiraba mucha desconfianza entre los oligarcas romanos; era como un mal trago que no había más remedio que aguantar. Para tenerlo estrechamente vigilado le colocaron al lado al magister equitum, el comandante de la caballería. Era, por tanto, un cargo que podía dar mucho prestigio, pero también quitarlo. Lucio Cornelio Sila fue el primero en usar esta magistratura con carácter indefinido y sin atenerse a la ley. Julio César también la ejerció arbitrariamente y esto constituyó una de las causas de su asesinato.
Probablemente la magistratura que más prestigio otorgaba era la censura. Solo aquellos que habían demostrado un absoluto respeto por el mos maiorum, las costumbres de los antepasados, podían aspirar a semejante cargo. Claro que esto no era suficiente, porque era requisito indispensable haber ocupado el consulado anteriormente y poseer un alto grado de auctoritas  entre la nobleza de Roma. Aunque eran elegidos por los comitia centuriata, nadie que no tuviese unas excelentes relaciones con la clase senatorial podía atreverse a presentar su candidtura. Era una magistratura colegiada, pues se elegían por pares, pero su duración era de cinco años, tiempo que se consideraba necesario para elaborar el censo y distribuir a los ciudadanos por clases. Eran unos auténticos ingenieros sociales, porque además velaban por el mantenimiento de la moral y las buenas costumbres. Tenían un inmenso poder, ya que podían rebajar de clase a los ciudadanos, o elevarlos, aunque indudablemente estaban obligados a atenerse a unas reglas.
Cuando un romano de la nobilitas, republicano convencido y fiel al Estado llegaba a censor, podía sentirse satisfecho y nadie le echaría en cara el no haber cumplido con las espectativas propias de su linaje. Era la cima absoluta del cursus honorum.
En la siguiente entrada de esta serie veremos cómo la República se fue descomponiendo y el cursus honorum desapareció con ella en un mundo que caminaba hacia otros derroteros.                        

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