domingo, 16 de febrero de 2014

CURSUS HONORUM. IV

BRUTO. - Con su muerte ha de ser; mas por mi parte
                 para oponerme a él, sólo me impulsa
                 el bien común. ¡Pretende la corona!
                 Y es el caso saber hasta qué punto
                 su condición se mudará con eso.
                 La clara luz del Sol engendra al áspid.
                 Seamos cautelosos.¿Coronarlo?
                 Eso... y así, le damos -concedido-
                 aguijón con que hacer el daño puede.
                 Achaque suele ser de quien se encumbra
                 divorciar el poder y la conciencia.
                 Pero nunca, en verdad, vi subyugada
                 de César la razón a sus pasiones.
                 De incipiente ambición la escala empero
                 es la humildad. Lo prueba la experiencia.
                 El trepador para subir la mira,
                 pero al llegar al último peldaño,
                 le vuelve las espaldas, mira al cielo,
                 y desdeña los tristes escalones
                 que le encumbraron. Puede hacerlo César.
                 Evitémoslo antes que lo hiciere;
                 y pues razón no existe por ahora,
                 es forzoso argüir que al encumbrarse
                 estas desgracias surgirán y aquéllas.
                 Que hay que creer que es huevo de serpiente
                 que dañino será cuando se incube,
                 y que en el cascarón matar es fuerza.
                 

Julio César.    William Shakespeare.


La ambición es natural en el ser humano; es propio en él desear más de lo que tiene. Esto lo habían comprendido perfectamente los aristócratas romanos que fundaron la República en 509 a. C. Desde luego que veían a los reyes como seres ambiciosos que querían encumbrarse por encima del resto de los hombres; y aquellos aristócratas no eran hombres comunes; creían tener unos derechos, no por ser hombres, sino por pertenecer a la clase a la que pertenecían. Los patricios fundadores de la República se sentían iguales en derechos, la única diferencia la establecía el esfuerzo personal; de manera más concreta, lo que los diferenciaba era la disposición a sacrificarse por el Estado, es decir, la República de Roma.
La ambición debía orientarse a servir al Estado, no a los intereses personales. La República lo exigía todo; en último extremo, la vida misma del ciudadano romano. Por supuesto que aquella aristocracia sabía que la condición humana anhela el prestigio y el poder. Por esa razón pusieron unos límites casi infranqueables a la ambición personal. Cualquier atisbo, cualquier mínimo intento de acumular demasiado prestigio y poder hacía reaccionar a los oligarcas con una actitud de rechazo. Todo el sistema social y político se basaba en la desconfianza. Ser acusado de intento de tiranía era algo gravísimo, un delito de laesa maiestas.
Pero esto a su vez propiciaba un ambiente de durísima competencia. Aquel sistema que castigaba los intentos de destacar, paradójicamente fomentaba la lucha de unas familias contra otras. La dignitas de la familia era lo más importante.



                      Senatus Populus Que Romanus. El Senado y el Pueblo Romano


Mantener a raya las ambiciones y deseos de los individuos que componen una sociedad es tarea ciertamente difícil; la República de Roma lo consiguió, al menos durante tres siglos; después fue cada vez más difícil impedir que las personalidades destacasen e intentasen acaparar más poder del que las leyes les permitían. La competencia entre las familias de la nobilitas era muy dura y hubo quien decidió no respetar las reglas del juego.
El éxito del sistema republicano fue a su vez su peor enemigo. Mientras Roma luchó por su supervivencia en la Península Itálica la República fue un instrumento eficaz; después, cuando se trataba de conquistar el Mediterráneo y someter a una gran cantidad de pueblos, las cosas cambiaron; la guerra sirvió para llevar hasta la cumbre social y política a aquellos que mostraban mejores cualidades militares y organizativas, aquellos que poseían más apoyos y más recursos económicos. El pueblo comenzó a admirar a ciertas personalidades por sus méritos individuales y les dotó de un gran carisma.
El primero de estos hombres destacados fue Publio Cornelio Escipión, que recibió el cognomen de Africano por derrotar a Aníbal en la batalla de Zama. Era un patricio de la familia de los Cornelios Escipiones; lucho en Italia contra Aníbal, mientras su padre y su tío morían en Hispania combatiendo contra Asdrúbal. Obtuvo muy pronto la admiración del pueblo por su conducta en la guerra y su carácter respetuoso con el mos maiorum. Después de la muerte de su padre y su tío en 211 a. C. la situación era tan desesperada en Roma que el pueblo exigía al Senado que tomase medidas extremas para salvar la República. Ante el clamor popular Escipión fue enviado a Hispania con el cargo de procónsul a finales de 210 a. C., saltándose así las normas, pues solo acababa de cumplir los veinticinco años y solo había servido como edil curul en 213 a. C. Hay que alegar en su descargo que otros tampoco habían respetado las normas; Quinto Fabio Máximo Cunctator, rival de la familia de los Escipiones, fue cónsul en 215, 214 y 209 a. C. Marco Claudio Marcelo, perteneciente a otra familia muy influyente fue cónsul en 215, 214, 210 y 209 a. C.
Escipión derrotó a Asdrúbal en Hispania y a Aníbal en África, fue cónsul en 205 a. C., censor en 199 a. C y  cónsul por segunda vez en 194 a. C.; en todas estas ocasiones, excepto en 194, ocupó el cargo sin tener la edad necesaria para ello. En 190 a. C. fue elegido príncipe del Senado.
Las Familias que dominaban el Senado durante aquellos años de la Segunda Guerra Púnica no tuvieron escrúpulos en saltar por encima de la costumbre y abusar de una magistratura excepcional como la dictadura; entre 224 a. C. y 201 a. C. hubo catorce dictadores.
 En 190, siendo cónsul su hermano Lucio Cornelio Escipión, dirigió la campaña contra Antíoco III de Siria. Lucio accedió al consulado con el único objetivo de que su hermano el Africano actuase como procónsul en Asia y pudiese dirigir las operaciones. En 189 a. C. los dos hermanos obtuvieron en Magnesia una brillante victoria sobre Antíoco; los Cornelios Escipiones estaban en la cima de su gloria y el Africano era el hombre más prestigioso de Roma.
Sin embargo, en 187 a. C. dos tribunos de la plebe propusieron al Senado que los dos hermanos rindiesen cuentas de las sumas que habían recibido de Antíoco. Publio presentó algunos documentos pero, en lugar de rendir cuentas, los rompió ante los ojos de los senadores.  La acusación siguió su trámite legal y en una de las asambleas posteriores Lucio fue condenado a pagar una fuerte multa. Como rehusara a hacerlo, fue amenazado con la prisión, de la que solo  le salvó la mediación de uno de los tribunos de la plebe, Tiberio Sempronio Graco, padre de los reformadores Tiberio y Cayo Graco. La intención de los acusadores era dar un golpe mortal a la posición de los Escipiones. Para ello no se eligió al propio Publio, todavía muy popular, sino a Lucio, cuyo único mérito era ser el hermano de su hermano. Durante diez años después de la batalla de Zama, representantes de la estirpe de los Cornelios ocuparon por siete veces el cargo de cónsul y los otros magistrados, si no pertenecían directamente a los Cornelios, estaban estrechamente ligados a ellos.
La clase senatorial, y en concreto las familias más importantes, decidieron establecer la regulación de las magistraturas para que la situación anterior no se reprodujera. En 180 a. C. la Lex Villia annalis establecía un orden preciso de funciones restableciendo la jerarquía en los honores de la carrera pública, de mayor a menor: dictadura, censura, consulado, pretura, edilidad curul, edilidad plebeya, tribunado de la plebe y cuestura. La ley fijaba la edad de acceso al cursus honorum a los 28 años, tras el servicio militar, y el acceso a la pretura a los 40 años y el consulado a los 43. Una ley posterior del 151 a. C. establecía un intervalo de diez años para ejercer por segunda vez una misma magistratura salvo el consulado, que no podía ser renovado.



                                     Publio Cornelio Escipión el Africano


Lo cierto es que los tiempos de la guerra habían engendrado un nuevo partido compuesto por las clases medias de Roma. En él estaban los comerciantes, artesanos, armadores, rentistas, prestamistas y medianos campesinos; todos ellos plebeyos, algunos denominados équites, sobre todo los de mayor renta. A estos se unieron una multitud de campesinos que, agobiados por las deudas, habían perdido sus tierras. Muchos de ellos habían apoyado a los Cornelios Escipiones solo porque eran enemigos de las familias aristocráticas que controlaban el Senado.
Aquel creciente movimiento de masas no debía ser desaprovechado; y fue una familia emparentada y vinculada políticamente con los Escipiones la que lo hizo. Los Sempronios Graco eran plebeyos de la alta nobilitas que deseaban situarse en lo más alto de la República de Roma. Tiberio Sempronio Graco, defensor de Lucio Cornelio Escipión durante su tribunado de la plebe en 187 a. C. contrajo matrimonio con Cornelia, hermana de los Escipiones; de este matrimonio nacieron Tiberio y Cayo. El mayor de los dos, Tiberio, adquirió fama por su valentía, siendo tribuno militar en el asalto de las murallas de Cartago durante la Tercera Guerra Púnica.
 En 134 a. C., considerado ya como uno de los líderes del partido popular, fue elegido tribuno de la plebe y concibió un proyecto político que atendía la principal reivindicación de las masas: la reforma agraria. El proyecto de ley de Tiberio pretendía impedir que el ager públicus, la tierra estatal, quedase en manos de los grandes terratenientes y, por el contrario, fuese repartida en pequeñas parcelas entre los ciudadanos pobres en concepto de arriendo hereditario. Una comisión compuesta por tres ciudadanos elegidos por la asamblea popular se encargaría de hacer el reparto.
Esta actitud de Tiberio Graco supuso la ruptura con la familia de los Cornelios Escipiones, que comenzaron a ver en él a un demagogo oportunista que pretendía socavar su poder. Por increíble que parezca Tiberio recibió en apoyo algunas de las familias patricias más influyentes, como los Servilios Cepiones, los Licinios Crasos y los Claudios. Verdaderamente los oligarcas del Senado eran capaces de aliarse con quien fuese con tal de acabar para siempre con los Escipiones.
Pero el populismo de Tiberio se había salido del cauce y muchos oligarcas comenzaron a temer que instituyese en Roma una tiranía al estilo de las griegas. Los más preocupados eran los grandes latifundistas, que temían perder las tierras del ager públicus que explotaban como si fuesen propias. La nobilitas aparcó por un momento sus rencillas internas y trataron de hacer frente a Tiberio utilizando a otro tribuno de la plebe, Octavio, para que interpusiese su veto a la reforma agraria.
Entonces Tiberio comenzó a tomar medidas que atentaban contra el mos maiorum y contra la Lex Villia annalis. Para rematar el despropósito se presentó, en contra de la ley, como candidato a tribuno de la plebe para el año 133 a. C.; hacía campaña rodeado de una guardia de seguidores armados.
Estando así la situación, Tiberio pasó a depender mucho más del apoyo de los proletarios urbanos y la plebe rural; su discurso se radicalizó y su candidatura al tribunado de la plebe precipitó su asesinato.
Consiguió que los comitia tributa destituyeran a Octavio y argumentando que la soberanía del pueblo estaba por encima del Senado, organizó el reparto de tierras y puso en marcha otros proyectos de ley que aumentaban el poder político de las clases populares de Roma.
Cuando se reunió la asamblea plebeya en el Capitolio con la intención de elegir a los tribunos de la plebe del 132, Publio Cornelio Escipión Nasica, pontífice máximo, seguido por el conjunto de los senadores y por una multitud de clientes, se arrojó sobre la plaza en donde estaba reunida la asamblea y atacó a los populares. En ese encuentro Tiberio y 300 de sus partidarios fueron muertos y sus cuerpos arrojados al Tíber durante la noche.
Los Cornelios Escipiones seguían teniendo el control de la República a pesar de las dificultades por las que habían pasado. El cabeza de la familia era por aquel entonces Publio Cornelio Escipión Emiliano, adoptado por el hijo mayor del Africano. Sin embargo, el ambiente no era de tranquilidad ni mucho menos; el partido popular había tomado una fuerte conciencia de sí mismo, entre su gente destacaban los équites, caballeros, plebeyos dedicados al comercio y las finanzas que, siendo poseedores de medianas fortunas, carecían de los recursos y la influencia necesarios para acceder a las altas magistraturas.
Liderar a estos grupos, sobre todo a la plebe rústica, es lo que hizo Cayo Sempronio Graco, hermano de Tiberio y colaborador suyo, pues fue elegido miembro de la comisión para el reparto de tierras de la reforma agraria. Desde la muerte de su hermano Tiberio pasó a ser el cabeza de los Gracos y líder del movimiento popular; por ello, encontró inmediatamente la enemistad de Escipión Emiliano, primo suyo.
En 124 a. C. presentó su candidatura a tribuno de la plebe  para el 123 a. C. Seguía los pasos de su hermano.
Cayo Graco gozaba en aquel tiempo de una enorme popularidad. Según Plutarco, en las elecciones reunió una cantidad tan grande de gente de todas partes de Italia, que muchos no pudieron encontrar alojamiento en la ciudad, y el Foro no lograba contener a la multitud de los electores.
La actividad de Cayo fue la continuación de la emprendida por Tiberio, y se limitó a los objetivos planteados pero no alcanzados por el hermano. Su proyecto político constaba de tres puntos básicos: la cuestión agraria, la democratización de la estructura política y la extensión de los derechos de ciudadanía a los ítalos.
Cuando llegó la época de las elecciones de los tribunos de la plebe para el 122 a. C., Cayo presentó de nuevo su candidatura y logró ser elegido sin la menor dificultad, en contra de lo que prescribía la Lex Villia annalis. Cayo gozaba de tal autoridad que el partido adversario no se arriesgó a impedir su nueva elección; era el omnipotente tribuno de la plebe, el triunviro agrario, dirigía las grandes obras públicas y todo un ejército de de empresarios y agentes dependía de él. Actuaba como un auténtico dictador sin haber sido elegido por el Senado para ejercer esta magistratura.
Para luchar contra Cayo, la oposición recurrió a la maniobra de oponer a cada uno de sus proyectos un contraproyecto de apariencia más radical; el hombre encargado de esto fue su colega de tribunado Marco Livio Druso.
En la primavera del 122 a. C. Cayo Graco fundó la colonia de Junonia en África, en el lugar donde en otro tiempo estuviera Cartago. Para los enemigos de Cayo había llegado el momento oportuno para provocar una lucha abierta y aniquilarlo. El tribuno de la plebe Minucio Rufo presentó una propuesta sobre la liquidación de la colonia Junonia, y la asamblea popular se reunió en el Capitolio para decidir sobre ello. El cónsul Lucio Opimio, enemigo de los Graco, junto a numerosos aristócratas, ocupó el templo de Júpiter. Durante la asamblea en el Capitolio se produjo una riña entre ambos bandos y un lictor del cónsul Opimio fue muerto. Enterado el Senado de estos hechos, encargó a Opimio que restableciese el orden en la República. Cayo Graco y Marco Fulvio Flaco, líderes del movimiento popular, ocuparon el monte Aventino con mucha gente armada. Entonces el cónsul Opimio asaltó con sus seguidores el Aventino y los populares fueron arroyados con rapidez; viendo Cayo Graco acercarse a sus enemigos, ordenó al esclavo que le acompañaba que le diera muerte; quien cumplió la orden, tras lo cual las cabezas de Cayo y Fulvio fueron cortadas y llevadas ante Opimio. Sus cadáveres fueron arrojados al río y sus bienes confiscados.
                      Monte Capitolio y templo de Júpiter Óptimus Máximus.

Los hermanos Graco, con su intento de derrumbar la oligarquía de la clase senatorial, se salieron de los límites constitucionales y actuaron como revolucionarios. Saltaron por encima del cursus honorum y alteraron el contenido de todas las magistraturas. Brillaron durante una década por encima de todos los miembros de la nobilitas hasta que los oligarcas les dieron muerte.
La República ya nunca sería la misma. Aunque las familias que controlaban el Senado hicieron grandes esfuerzos para regresar a la situación anterior todo fue en vano. Los que pugnaban por ascender en la escala del cursus honorum ya no lo hacían por la dignitas de la familia, por el nomen, sino por el prestigio personal, por la ambición, imposible de reprimir, que espolea a aquellos que se sienten mejores que los demás.
En la próxima entrada de esta serie veremos como los más audaces y fuertes entablan una lucha despiadada entre sí por llegar a ser el princeps, el primer hombre de Roma. 

martes, 4 de febrero de 2014

CURSUS HONORUM. III

Ser patricio en Roma era algo realmente grande. Los patricios estaban orgullosos de sí mismos; pertenecer a los descendientes de los padres fundadores de Roma, descendientes de los que instituyeron la República, otorgaba un prestigio enorme. En cierto modo ser patricio era un privilegio, porque cubría al individuo con la fama de su nombre y de sus antepasados. En todo caso, era una ventaja a la hora de hacer campaña electoral, o cuando era necesario hablar en público en el Foro o la tribuna. Pero también suponía ciertas limitaciones, porque un patricio no podía rebajarse a ciertas cosas; había ciertas actividades y comportamientos que no estaban bien vistos en un patricio. Verdaderamente solo había dos actividades que le eran propias: la vida pública y la agricultura. ESto no quiere decir que los patricios no se dedicasen a otras actividades a través de agentes, clientes y libertos.
En el Siglo III a. C. los plebeyos habían conseguido todos los derechos políticos que antes eran privilegios de los patricios. Se había formado así un grupo social conocido como nobilitas u ordo senatorialis compuesto por el patriciado y un número creciente de familias plebeyas que habían amasado una gran fortuna. Esta clase de la nobilitas era la clase senatorial, porque sus miembros acaparaban todos los escaños del Senado. Para ser senador era imprescindible haber desempeñado una magistratura y por esa razón los miembros de la nobilitas dedicaban su esfuerzo y su dinero para conseguir que en las asambleas los ciudadanos los eligiesen.
Para las familias de la nobilitas, y sobre todo para los patricios, el no ser elegidos durante un tiempo prolongado para ocupar una magistratura era un deshonor y una pérdida de prestigio. Las familias echaban cuentas de sus recursos económicos, sus influencias y sus posibilidades para colocar a sus vástagos en los cargos públicos y empujarlos hacia arriba en el cursus honorum. Tener demasiados hijos varones para una familia con recursos limitados era un problema, porque no podían costear la carrera pública de todos ellos. Una solución a esto consistía en dar en adopción a alguno de los hijos varones a otra familia que, careciendo de descendencia o teniéndola escasa, sin embargo gozaba de amplios recursos económicos. En ese caso, solía colocarse el nombre de la familia original después del cognomen; como ejemplo Publio Cornelio Scipión Emiliano, hijo de Lucio Emilio Paulo Macedónico, que luego fue adoptado por Publio Cornelio Scipión, hijo del famoso Scipión que llevaba el cognomen de Africano.
La vida pública comenzaba para el joven de la nobilitas romana en el Campo de Marte. Allí se ejercitaba físicamente y comenzaba su instrucción militar junto a otros adolescentes; de esta manera establecía lazos de compañerismo con otros jóvenes de su grupo social. Otra de las primeras experiencias de la vida pública era pasear por el Foro y escuchar a los oradores, ver a los candidatos pasearse acompañados de una comitiva de clientes y partidarios o acercarse a los tribunales y asistir a la defensa de los acusados y  la sentencia del jurado.
A los 18 años el joven romano se convertía en un vir militaris y debía prestar servicio en las legiones; aquí comenzaba el primer escalón en el cursus honorum. Los comitia populi tributa tenían que elegir a veinticuatro tribunos militares que cumplían la función de oficiales de grado medio en el ejército; como eran cargos electos, se trataba de auténticos magistrados, es decir, eran cargos políticos y militares a la vez. Lo habitual es que los tribunos militares fuesen jóvenes pertenecientes a la nobilitas. Estos primeros servicios militares servían a los futuros hombres públicos como méritos ante los electores.
El siguiente paso era la cuestura. Los quaestores, que al principio eran instructores de las causas judiciales, acabaron siendo tesoreros del erario público y el erario del ejército. Su número fue aumentando durante la República y era el modo en que el hombre público daba sus primeros pasos en los asuntos administrativos y contables. Una buena cuestura significaba adquirir fama de honrado y buen gestor. Como se trataba de una magistratura sin imperium, no incluía mando militar ninguno, pero permitía establecer relaciones con los altos magistrados. Eran elegidos por los comitia populi tributa y desempeñaban el cargo por un año.
Los plebeyos tenían una opción de continuar su carrera pública que les estaba vedada a los patricios, podían presentar su candidatura a tribunos de la plebe. Como hemos dicho los patricios no podían ser tribunos de la plebe; además esta magistratura era elegida por la asamblea plebeya, el consilium plebis. Los tribunos de la plebe tenían el derecho de veto, y eso los convertía en magistrados poderosísimos, pues podían paralizar el Estado en cualquier momento. Por otra parte, eran inviolables, y agredirles o violentarlos constituía un sacrilegio. En muchas ocasiones fueron el motor de importantes reformas sociales y los abanderados de muchas causas populares; tanto poder podían ejercer que Publio Claudio Pulcro, perteneciente a una de las más ilustres familias patricias, renegó de su rango y, tras pedir permiso al Senado, consiguió ser adoptado por un plebeyo, para así poder presentar su candidatura a tribuno de la plebe.
Otra opción que se ofrecía a los plebeyos que ya habían sido cuestores era ser elegidos por el consilium plebis como ediles plebeyos, magistratura que exigía un menor desembolso por parte del titular, pero reservada a los poco ambiciosos o escasos de recursos.
La verdadera lucha por escalar puestos en el cursus honorum comenzaba cuando los jóvenes miembros de la nobilitas presentaban su candidatura a edil curul. Su función consistía en velar por el abastecimiento de alimentos, aguas, pesos, medidas y precios. Pero lo más gravoso de su competencia era organizar los juegos y fiestas públicas de Roma, que debían sufragar de su propio bolsillo. Esto último significaba una barrara infranqueable para aquellos que carecían de riqueza. Durante un tiempo los patricios establecieron en esta magistratura la frontera que les separaba de los plebeyos, pero al enriquecerse muchas familias de estos últimos, accedieron al cargo con facilidad; esto significó su entrada al Senado, pues los ediles curules pasaban a formar parte de esta cámara automáticamente. Los ediles curules eran una magistratura cum imperium, es decir, con mando militar.
Pero el paso decisivo en el cursus honorum era la pretura. Solo algunas familias, patricias o plebeyas, se podían permitir colocar a uno de sus miembros en esta magistratura. A los pretores se les elegía en los comitia centuriata, en los que los electores estaban divididos en clases según la renta. Las primeras clases, de mayor renta, sumaban la mayor parte de las centurias, y por esa razón decidían siempre el resultado de los comicios. Era, por tanto, una magistratura reservada casi exclusivamente para los patricios y los plebeyos muy ricos.
                               Denario donde se representa una silla curul y se lee el nombre de Sila.
   
Los pretores también usaban la silla curul, símbolo de los magistrados que poseían imperium. Tenían funciones judiciales y militares. Cuando cesaban en el cargo eran enviados a una provincia en función de gobernadores; durante este tiempo se resarcían de los gastos y las deudas que habían contraído en la pretura, por lo cual los abusos y la corrupción en el gobierno de las provincias era habitual. Si el mal gobierno suscitaba revueltas, cabía la posibilidad de que fuesen procesados, pero en general se veía normal que los magistrados salientes recuperasen lo invertido en el cargo que habían desempeñado.
La cima del cursus honorum era el consulado. Esta magistratura, de duración anual y colegiada, se la repartían un puñado de familias, patricias y plebeyas, muy ricas e influyentes. Lo más común era que se llegase a ella cumplidos los cuarenta y dos años, después de haber pasado por todo el cursus honorum. Para evitar que nadie pudiese repetir el cargo, era necesario que pasasen diez años para poder presentar la candidatura otra vez; esto suponía que quien lo hiciese tendría los cincuenta años cumplidos. A finales de la República esta norma se violó muchas veces; el primero en hacerlo fue Cayo Mario, plebeyo y de orígenes sin lustre, que ocupó el consulado durante cinco años consecutivos.
Los dos cónsules tenían funciones administrativas, legislativas, ejecutivas y militares. Sus poderes eran muy amplios y en cierto modo vinieron a sustituir a los reyes. Cuando un miembro de la nobilitas llegaba por fin al consulado, consideraba que había cumplido con el deber que le imponía el linaje al que pertenecía. No era fácil ser cónsul, aunque todos los años ocupaban el cargo dos personas; la competencia era terrible y a menudo las familias más importantes formaban partidos en torno a sí.  Tener muchos clientes era una de las claves del asunto, pues estos actuaban como agentes y propagandistas de su patrón; así que los candidatos pasaban una buena parte de la mañana recibiendo a sus clientes y atendiendo sus peticiones. Esto solo se lo podían permitir aquellos que gozaban de gran influencia; otorgar beneficios y mediar en favor de otros pueden hacerlo exclusivamente quienes poseen el control de ciertos resortes económicos, sociales y políticos.
El poder más importante de los cónsules era el militar. Tradicionalmente cada cónsul era comandante de dos legiones y tenía bajo sus órdenes doce tribunos militares. Era una magistratura colegiada para que cada cónsul contrarrestara a su colega. En el Senado los excónsules tenían una gran auctoritas y sus opiniones pesaban mucho a la hora de tomar decisiones. Como una de sus funciones era elaborar proyectos de ley que debían ser aprobados en las asambleas y refrendados después por el Senado, el consulado era objeto de la ambición de las familias ilustres.
La dictadura, aunque prevista por la ley, era una situación anómala en Roma. Solo cuando la urbe se hallaba en un grave peligro, el Senado nombraba un dictador por un período de seis meses. Ser elegido dictador no solo era cuestión de riqueza e influencia, había que demostrar una gran auctoritas y una enorme competencia en los ámbitos organizativo y militar. No obstante, el cargo era eminentemente político, pues requería una capacidad especial para diluir luchas partidistas y discordias entre las familias. La unidad hace la fuerza, este era el sentido de su existencia. Los grupos de intereses debían entonces dejar aparcadas sus estrategias políticas y someterse al dictador. 
De todas formas la figura del dictador inspiraba mucha desconfianza entre los oligarcas romanos; era como un mal trago que no había más remedio que aguantar. Para tenerlo estrechamente vigilado le colocaron al lado al magister equitum, el comandante de la caballería. Era, por tanto, un cargo que podía dar mucho prestigio, pero también quitarlo. Lucio Cornelio Sila fue el primero en usar esta magistratura con carácter indefinido y sin atenerse a la ley. Julio César también la ejerció arbitrariamente y esto constituyó una de las causas de su asesinato.
Probablemente la magistratura que más prestigio otorgaba era la censura. Solo aquellos que habían demostrado un absoluto respeto por el mos maiorum, las costumbres de los antepasados, podían aspirar a semejante cargo. Claro que esto no era suficiente, porque era requisito indispensable haber ocupado el consulado anteriormente y poseer un alto grado de auctoritas  entre la nobleza de Roma. Aunque eran elegidos por los comitia centuriata, nadie que no tuviese unas excelentes relaciones con la clase senatorial podía atreverse a presentar su candidtura. Era una magistratura colegiada, pues se elegían por pares, pero su duración era de cinco años, tiempo que se consideraba necesario para elaborar el censo y distribuir a los ciudadanos por clases. Eran unos auténticos ingenieros sociales, porque además velaban por el mantenimiento de la moral y las buenas costumbres. Tenían un inmenso poder, ya que podían rebajar de clase a los ciudadanos, o elevarlos, aunque indudablemente estaban obligados a atenerse a unas reglas.
Cuando un romano de la nobilitas, republicano convencido y fiel al Estado llegaba a censor, podía sentirse satisfecho y nadie le echaría en cara el no haber cumplido con las espectativas propias de su linaje. Era la cima absoluta del cursus honorum.
En la siguiente entrada de esta serie veremos cómo la República se fue descomponiendo y el cursus honorum desapareció con ella en un mundo que caminaba hacia otros derroteros.