jueves, 30 de enero de 2014

CURSUS HONORUM. II

Los romanos veneraban a sus antepasados; esto es cierto. Aquel culto probablemente ya existía en tiempos de la "Roma cuadrada", pequeño poblado sobre el monte Palatino y origen de lo que sería la urbe. Se trataba de una expresión religiosa muy antigua, que hundía sus raíces en el culto a los muertos, a los espíritus de los antepasados. Aquellas entidades divinas, o simplemente aquellos espíritus, recibían ofrendas en las casas romanas, haciendo el pater familias de puente entre ellos y el mundo de los vivos. Recibían el nombre de manes y eran protectores del hogar y de la familia.
Todas las aristocracias han tenido siempre muy en cuenta a sus antepasados, en buena parte para poner de relieve su ilustre ascendencia; blasonar de ancestros famosos y heroicos facilitaba mucho la legitimación de ciertos privilegios y poderes que estos grupos sociales utilizaban para mantener al resto de la población bajo su tutela. Los griegos fueron en este asunto muy habilidosos; en Grecia las familias aristocráticas remontaban sus orígenes a los dioses; todos los eupátridas, como se llamaban a sí mismos, descendían de la unión de un dios o una diosa con algún hombre o mujer mortal. Aquellos seres humanos que yacían con los dioses eran inevitablemente héroes en el caso de los varones, o princesas en el caso de las hembras.
Los patricios de Roma en diversos casos, y en un estilo muy helenizante, también habían hecho todo lo posible por entroncar con los dioses. La leyenda de Rómulo y Remo es un ejemplo de linaje heroico de origen divino. Algunas de las más antiguas familias romanas remontaban sus orígenes a dioses o héroes divinizados. Los Julios se empeñaron en que todos tuvieran en cuenta que ellos eran descendientes de la diosa Venus y el héroe troyano Eneas; Julio César utilizó este asunto como instrumento de propaganda política, y también lo hizo Octavio Augusto (https://sites.google.com/site/temasdelahistoria/imperio-romano).
En 509 a. C. comienza la República y un nuevo concepto, el del héroe cívico. Este nuevo héroe, muy a la manera de los griegos Armodio y Aristogitón, aunque en un estilo menos teatral, no debe su gloria a su vínculo con los dioses, sino a su sacrificio por la ciudad. El héroe cívico entrega su vida por la ciudad y con ello cubre de honor a su descendencia; su familia le recordará siempre con orgullo y hará lo posible para que toda Roma le tenga por siempre en la memoria. De esta forma, los servicios prestados a la comunidad política se convierten en fuente de prestigio para la familia.
El historiador Polibio de Megalópolis en sus Historiae nos dice al respecto lo siguiente:
"Después de esto, del entierro y de las ceremonias usuales, colocan el retrato del difunto en lugar preferente de la casa, en un armario de madera. Este retrato es una mascarilla, realizada con el máximo cuidado de que se parezca al difunto, tanto en lo que se refiere a la forma como al color.
En las celebraciones de sacrificios públicos, exponen estas imágenes y las adornan primorosamente; cuando un miembro distinguido de la familia muere, las llevan al funeral poniéndoselas a hombres que tienen un parecido sumo con el personaje original, tanto en estatura como en porte. Estos representantes llevan togas ribeteadas de púrpura, si el personaje fue cónsul o pretor; y todas de púrpura, si censor; o bordadas de oro, si celebró un triunfo o algo semejante."
                                                            Togado Barberini. Siglo I a. C.

Ya desde principios de la República los cargos públicos comenzaron a considerarse como un servicio prestado a Roma; quien los desempeñaba se cubría de honor porque entregaba su tiempo, su esfuerzo, su dinero, y a veces su sangre, por el Estado. Por esta causa, en principio, las familias de la nobilitas hacían lo posible para que alguno de sus miembros accediese a las magistraturas.
El joven aristócrata era educado con el objetivo de participar en la vida pública, por eso debía practicar la oratoria, y así aprender a hablar en público. También debía ejercitarse físicamente y en el manejo de las armas; esto último lo hacía en el Campo de Marte. Lo político y lo militar no estaban separados en aquella sociedad, de esta manera las altas magistraturas conllevaban el mando militar, denominado imperium.
Las familias de la nobleza romana hacían grandes esfuerzos para conseguir una buena educación para los hijos varones; si podían permitírselo, pagaban los servicios de un pedagogo griego que enseñase filosofía y retórica. Si la familia era muy rica, optaba por comprar un esclavo, si era posible de origen griego, que dominase las letras y la aritmética. Los esclavos educadores solían ser muy caros y algunos de ellos costaban una auténtica fortuna. Hablar el griego con soltura y hacer citas de autores antiguos era un signo de distinción que venía muy bien a la hora de hacer campaña electoral y ser elegido para cualquier magistratura.
Las familias invertían una gran cantidad de dinero en la formación y la promoción de sus vástagos; en el caso de los más ricos no había límites, pero aquellos que poseían menos recursos tenían que hacer cuentas y considerar lo que estaba al alcance de ellos. Cubrir los gastos de una candidatura siempre era gravoso, sobre todo en el caso de los altos cargos. Sin embargo, lo peor eran los gastos que se derivaban del ejercicio de la magistratura, pues en buena parte se esperaba que saliesen del bolsillo del titular. Las familias que gozaban de fama e influencia jugaban con ventaja a la hora de cosechar votos en los comitia, movilizaban a todos sus clientes para que les votasen e interviniesen activamente en la campaña. Quienes poseían muchos clientes y deudos tenían más posibilidades de ser elegidos en los comitia, por esa razón los hombres públicos más importantes de Roma gastaban gran parte de sus energías y tiempo en conseguir nuevas clientelas y atender a las que ya poseían o habían heredado de sus padres.
Las más altas magistraturas como el consulado o la censura solo estaban al alcance de aquellos que pertenecían a familias muy prestigiosas y muy ricas. Quien no tenía mucho dinero para costearse una carrera pública tenía que acudir a los prestamistas, que ofrecían su dinero a un alto interés.
La cuestión clave para las familias de la nobleza era tener algunos de sus miembros en el Senado, es decir, en el auténtico órgano de decisión y gobierno de Roma; para convertirse en senadores era necesario haber ejercido una magistratura; en otras palabras, los magistrados salientes de cada legislatura eran miembros natos del Senado. Las familias que participaban en el gobierno de Roma a través de las magistraturas y del Senado tenían la posibilidad de influir en la política y en la legislación, lo cual les permitía obtener ventajas de todo tipo.
En resumidas cuentas, el poder político en la Roma Republicana estaba en manos de un grupo reducido de familias que luchaban despiadadamente por mantenerlo; algunas conseguían estar en primera línea durante un tiempo prolongado, como ocurrió con los Cornelio Scipión o los Cecilio Metelos, otras familias en cambio, encontraban serias dificultades para acceder a los cargos públicos o decaían, a pesar de su antigüedad y nobleza.
En la siguiente entrada de esta serie veremos como estaba organizado el cursus honorum, sus etapas, desde el comienzo a lo más alto, y cómo los individuos competían entre sí en un ambiente de pánico al fracaso.

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